sábado, 17 de octubre de 2009

LOS SIETE PLATOS DE ARROZ CON LECHE

POR LUCIO V. MANSILLA


Lucio V. Mansilla, sobrino carnal de Rosas, recibe en Londres la noticia del pronunciamiento de Urquiza. En diciembre de 1851 llega a Buenos Aires. Sombrero de copa, levita muy laga y pantalón muy estrecho. «Ha llegado el niño Lucio». Urquiza está en camino. «-¿Y cómo está mi tío?; ¿y cómo está Manuelita?», pregunta el recién venido. Al día siguiente monta a caballo y va a pedir la bendición a su tío. Llegado allá, pregunta naturalmente por su prima. -La niña está en la quinta». En efecto, en el llamado jardín de las magnolias está Manuelita rodeada de un gran séquito de admiradores, unos de pie, los otros sentados sobre el césped, «pero ella tenía a su lado, provocando las envidias federales y haciendo con su gracia característica, todo ameleochado, el papel de cavaliere servente», al sabio jurisconsulto don Dalmacio Vélez Sársfield». Palermo no es el centro social repugnante que dicen los enemigos, aunque el Restaurador campea allí con sus bufones y su extraordinaria ordinariez. «Rozas no es un temperamento libidinoso, sino un neurótico obsceno». Pero su hija es pura y afable. -Llegar, verme Manuelita y abrazarme, fue todo uno». Vuelven a los salones. El recién llegado pide ver a su tío. Su prima sale para volver al rato. «Ahora te recibirá». El joven Lucio, que ha rehusado un asiento en la mesa, porque debe volver a cenar en su casa, espera. Sigue esperando varias horas... La mirada de su prima contesta: «Ten paciencia. Ya sabes lo que es tatita». Regresa de nuevo, conduce al postulante a través de muchas estancias, diciéndole al fin: «Voy a decirle a tatita». La pieza, sin alfombras, muestra lucientes baldosas, en una esquina, junto a una mesita de noche colorada, una cama de pino colorada con colcha de damasco colorado; en medio, una mesita de caoba con carpeta de paño grana entre dos sillas de esterilla coloradas...

Yo me quedé en pie, conteniendo la respiración, como quien espera el santo advenimiento; porque aquella personalidad terrible, producía todas las emociones del cariño y del temor. Moverme, habría sido hacer ruido, y cuando se está en el santuario todo ruido es como una profanación, y aquella mansión era, en aquel entonces, para mí, algo más que un santuario.

Reinaba un profundo silencio, en mi imaginación al menos; los segundos me parecían minutos, horas los minutos. Mi tío aparece: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoleónico, de gran talla, de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas; poco arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por lo azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados, casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible... Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint, un traje que consistía en un chaquetón de pafio azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también; añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos y unas manos perfectas como formas, y todo limpio hasta la pulcritud -y todavía sentid y ved, entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre de voz simpático hasta la seducción- y tendréis la vera efigies del hombre que más poder ha tenido en América.

Así que mi tío entró, yo hice lo que habría hecho en mi primera edad: crucé los brazos y le dije, empleando la fórmula patriarcal, la misma, mismísima que empleaba con mi padre, hasta que pasó a mejor vida:

-La bendición, mi tío.

Y él me contestó:

-¡Dios lo haga bueno, sobrino!

Sentóse incontinenti en la cama, que antes he dicho había en la estancia, cuya cama (la estoy viendo), siendo muy alta, no permitía que sus pies tocaran en el suelo, e insinuándome que me sentara en la silla que estaba al lado.

Nos sentamos... Hubo un momento de pausa, que él interrumpió, diciéndome:

-Sobrino, estoy muy contento de usted...-.

Es de advertir que era buen signo que Rozas tratara de usted; porque cuando de tú trataba, quería decir que no estaba contento de su interlocutor, o por alguna circunstancia del momento fingía no estarlo.

Yo me encogí de hombros, como todo aquél que no entiende el por qué de su contentamiento.

-Sí, pues -agregó-, estoy muy contento de usted (y esto lo decía balanceando las piernas que no alcanzaban al suelo, como ya lo dije), porque me han dicho -y yo había llegado recién el día antes. ¡Qué buena no sería su policía!- que usted no ha vuelto agringado.

Yo había vuelto vestido a la francesa, eso sí, pero potro americano hasta la médula de los huesos todavía, y echando unos ternos que era cosa de taparse las orejas.

Yo estaba ufano. No había vuelto agringado. Era la opinión de mi tío.

-¿Y cuánto tiempo ha estado usted ausente? - agregó él. Lo sabía perfectamente. Había estado resentido; no, mejor es la palabra «enojado», porque diz que me habían mandado a viajar sin consultarlo. Comedia.

Cuando mi padre resolvió que me fuera a leer en otra parte el Contrato Social, veinte días seguidos estuve yendo a Palermo sin conseguir verlo a mi ilustre tío.

Manuelita me decía, con su sonrisa siempre cariñosa:

-Dice tatita que mañana te recibirá.

El barco que salía para Calcuta estaba pronto. Sólo me esperaba a mí. Hubo que empezar a pagarle estadías. Al fin mi padre se amostazó y dijo:

-Si esta tarde no consigues despedirte de tu tío, mañana te irás de todos modos; ya esto no se puede aguantar.

Mas esa tarde sucedió la que las anteriores: mi tío no me recibió. Y al día siguiente yo estaba singlando con rumbo a los hiperbóreos mares.

Sí, el hombre se había enojado; porque, algunos días después, con motivo de un empeño o consulta que tuvo que hacerle mi madre, él le arguyó:

-Y yo, ¿qué tengo que hacer con eso? ¿Para qué me meten a mí en sus cosas? ¿No lo han mandado al muchacho a viajar, sin decirme nada?

A lo cual mi madre observó:

-Pero, tatita (era la hermana menor y lo trataba así), si ha venido veinte días seguidos a pedirte la bendición, y no lo has recibido - replicando él:

-Hubiera venido veintiuno.

Lo repito: él sabía perfectamente que iban a hacer dos años que yo me había marchado, porque su memoria era excelente. Pero, entre sus muchas manías, tenía la de hacerse el zonzo y la de querer hacer zonzos a los demás. El miedo, la adulación, la ignorancia, el cansancio, la costumbre, todo conspiraba en favor suyo, y él en contra de sí mismo.

No se acabarían de contar las infinitas anécdotas de este complicado personaje, señor de vidas, famas y haciendas, que hasta en el destierro hizo alarde de sus excentricidades. Yo tengo una inmensa colección de ellas. Baste por hoy la que estoy contando.

Interrogado, como dejé dicho, contesté:

-Van a hacer dos años, mi tío.

Me miró y me dijo:

-¿Has visto mi Mensaje?

-¿Su Mensaje? -dije yo para mis adentros-. ¿Y qué será esto? No puedo decir que no, ni puedo decir que sí, ni puedo decir qué es. . . - y me quedé suspenso.

El, entonces, sin esperar mi respuesta, agregó:

Baldomero García, Eduardo Lahite y Lorenzo Torres dicen que ellos lo han hecho. Es una botaratada. Porque así, dándoles los datos, como yo se los he dado a ellos, cualquiera hace un Mensaje. Está muy bueno, ha durado varios días la lectura en la sala. ¿Qué? ¿No te han hablado en tu casa de eso?

Cuando yo oí lectura, empecé a colegir, y como desde niño he preferido la verdad a la mentira (ahora mismo no miento sino cuando la verdad puede hacerme pasar por cínico), repuse instantáneamente:

-¡Pero, mi tío, si recién he llegado ayer!

-¡Ah!, es cierto; Pues no has leído una cosa muy interesante; ahora vas a ver - y esto diciendo, se levantó, salió y me dejó solo.

Yo me quedé clavado en la silla, y así como quien medio entiende (vivía en un mundo de pensamientos tan raros), vislumbré que aquello sería algo como el discurso de la reina Victoria al Parlamento, ¿pues, qué otra explicación podría encontrarle a aquel «ahora vas a ver»?

Volvió el hombre que, en vísperas de perder su poderío, así perdía el tiempo con un muchacho insubstancial, trayendo en la mano un mamotreto enorme.

Acomodó simétricamente los candeleros, me insinuó que me sentara en una de las dos sillas que se miraban, se colocó delante de una de ellas de pie, y empezó a leer desde la carátula, que rezaba así -

-«¡Viva la Confederación Argentina!». -¡Mueran los Salvajes Unitarios!

-¡Muera el loco traidor, salvaje unitario Urquiza!

Y siguió hasta el fin de la página, leyendo hasta la fecha 1851, pronunciando la ce, la zeta, la ve y be, todas las letras, con la afectación de un purista.

Y continuó así, deteniéndose de vez en cuando, para ponerme en aprietos gramaticales con preguntas como éstas - que yo satisfacía bastante bien, porque, eso sí, he sido regularmente humanista, desde chiquito, debido a cierto humanista, don Juan Sierra, hombre excelente, del que conservo afectuoso recuerdo-.

-Y aquí, ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final?

Por ese tenor iban las preguntas, cuando, interrumpiendo la lectura, preguntóme:

-¿Tiene hambre?

Ya lo creo que había de tener; eran las doce de la noche y había rehusado un asiento en la mesa al lado del doctor Vélez Sársfield, porque en casa me esperaban...

-Sí - contesté resueltamente. Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche

El arroz con leche era famoso en Palermo, y aunque no lo hubiera sido, mi apetito lo era; de modo que empecé a sentir esa sensación de agua en la boca, ante el prospecto que se me presentaba de un platito que debía ser un platazo, según el estilo criollo y de la casa.

Mi tío fue a la puerta de la pieza contigua, la abrió y dijo- -Que traigan a Lucio un platito de arroz con leche.

La lectura siguió.

Un momento después, Manuelita misma se presentó con un enorme plato sopero de arroz con leche, me lo puso por delante y se fue.

Me lo comí de un sorbo. Me sirvieron otro, con preguntas y respuestas por el estilo de las apuntadas, y otro, y otros, hasta que yo dije: -Ya, para mí, es suficiente.

Me había hinchado; ya tenía la consabida cavidad solevantada y tirante como caja de guerra templada; pero no hubo más; siguieron los platos - yo comía maquinalmente, obedecía a una fuerza superior a mi voluntad...

La lectura continuaba.

Si se busca el Mensaje ése, por algún lector incrédulo o curioso, se hallará en él el período que comienza de esta manera: «El Brasil, en tan punzante situación». Aquí fui interrogado, preguntándoseme:

-¿Y por qué habré puesto punzante?

Como el poeta pensé - que en mi vida me he visto en tal aprieto. Me expliqué. No aceptaron mi explicación. Y con una retórica gauchesca, mi tío me rectificó, demostrándome cómo el Brasil lo había estado picaneando, hasta que él había perdido la paciencia, rehusándose a firmar un tratado que había hecho el general Guido... Ya yo tenía la cabeza como un bombo - y lo otro tan duro, que no sé cómo aguantaba.

El, satisfecho de mi embarazo, que lo era por activa y por pasiva, y poniéndome el mamotreto en las manos, me dijo, despidiéndome:

-Bueno, sobrino, vaya nomás y acabe de leer eso en su casa -agregando en voz más alta-: Manuelita, Lucio se va.

Manuelita se presentó, me miró con una cara que decía afectuosamente «-Dios nos dé paciencia» y me acompañó hasta el corredor, que quedaba del lado del palenque, donde estaba mi caballo.

Eran las tres de la mañana.

En mi casa estaban inquietos, me habían mandado buscar con un ordenanza.

Llegué sin saber cómo no reventé en el camino.

Mis padres no se habían recogido.

Mi madre me reprochó mi tardanza con ternura. Me excusé diciendo que había estado ocupado con mi tío.

Mi padre, que, mientras yo hablaba con mi madre, se paseaba meditabundo viendo el mamotreto que tenía debajo del brazo, me dijo:

-¿Qué libro es ése?

-Es el Mensaje que me ha estado leyendo mi tío... -¿Leyéndotelo?. . . -Y esto diciendo, se encaró con mi madre y prorrumpió con visible desesperación-: ¡No te digo que está loco tu hermano!

Mi madre se echó a llorar.

(Algún tiempo después de esta ocurrencia, el general Mansilla y su hijo Lucio, de paso para Francia, visitan a su pariente en su destierro de Southampton. Con Rozas, siempre de chaleco colorado, están allí su hijo Juan y su esposa, Manuelita, Terrero y un negrito a quien el amo apoda Mister. Manuelita, que anda aún con su moño colorarlo, y a quien el general Mansilla observa que «ese parche colorado no está bien-, contesta: -No me lo sacaré mientras no me lo manden». Un día, mientras el general y Manuelita están de sobremesa, el joven Lucio, por pedido de aquéIla, va a entretener a su tío, que ha ido a sentarse solo, en una salita próxima.

Ambos callan, observándose muy al disimulo. El ex dictador habla al fin.

-¿En qué piensa, sobrino?

-En nada, señor.

-No, no es cierto; estaba pensando en algo.

-No, señor. ¡Si no pensaba en nada!

-Bueno, si no pensaba en nada cuando le hablé, ahora está pensando ya.

-¡Si no pensaba en nada, mi tío!

-Si adivino, ¿me va a decir la verdad?

Me fascinaba esa mirada que leía en el fondo de mi conciencia, y maquinalmente, porque habría querido seguir negando, contesté:

-Sí.

-Bueno -repuso él-, ¿a que estaba pensando en aquellos platitos de arroz con leche, que le hice comer en Palermo, pocos días antes de que el «loco» (el loco era Urquiza) llegara a Buenos Aires?

Y no me dio tiempo para contestarle, porque prosiguió:

-¿A que cuando llegó a su casa a deshoras, su padre (e hizo con el pulgar y la mano cerrada una indicación hacia el comedor) le dijo a Agustinita: no te digo que tu hermano está loco?

No pude negar, queriendo; estaba bajo la influencia del magnetismo de la verdad - y contesté, sonriéndome:

-Es cierto.

Mi tío se echó a reír burlescamente.

Lucio V. Mansilla, Los siete platos de arroz con leche, Buenos Aires,

EUDEBA, 1963.

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