jueves, 8 de octubre de 2009

DESCRIPCION DE SARMIENTO POR WILDE


SARMIENTO  EN  UNA   CARTA   DE   EDUARDO WILDE


Veo que le han hecho una fiesta espléndida a la estatua de Sarmiento. Desgraciadamente, el original no sabrá nada de eso, habiéndose ido de este mundo cargado solamente con los denuestos, injurias y demás lindezas de sus detractores de treinta años.

Todas las biogra­fías son falsas porque contienen, no el retrato del biografiado, sino su copia en el cerebro y las pasiones del biógrafo. Generalmente, son demasiado elogiosas y pasan sobre los vicios o defectos sin mirarlos o atenuarlos, porque los autores no tienen por punto de mira el bien del sujeto en cuestión, sino su propia repu­tación literaria o de historiador. Y son tanto más defectuosas cuanto más cerca están de la época en que el héroe falleció por razón de bailarse vivos los parientes, los amigos y las enemigos. Así, todo cuanto dicen ahora de Sar­miento peca de inexacto en falla o en exceso inclusive el siguiente juicio:
Sarmiento no era propiamente un hombre de Estado, aun cuando tenía muchas  de las cualidades necesarias para serlo. Era irregular e instable en muchas de sus doctrinas; sus co­nocimientos no estaban sujetos a método algu­no y su instrucción parcial y a vetas, con estrecheces y expansiones no siempre expli­cables, adolecían de las deficiencias propias de la falta de disciplina universitaria.
Sus pa­siones bien acentuadas, como que se habían criado sueltas en las épocas de revolución, de odios y persecuciones, enfermaban a veces su juicio, y como éste correspondía a un cerebro poderoso que tenía dotaciones de genio, sus alejamientos de la verdad normal marcaban más bien saltos que pasos.
Su alma se aseme­jaba a un bosque de zona tórrida en el que no faltaran, a pesar de las leyes de la vegetación que excluyen los exotismos, plantas cultivadas de otros climas; y todo ello era abundante, vigoroso, semi confuso,  pero fecundo, potente y fertilizador.
Sarmiento no nació para ser entendido, sino sentido. Era un grito, no una palabra. Por eso pudo hacer lo que no fluía netamente de su estructura: enseñar métodos de educación sien­do el ser más antimetódico que haya existido, precisamente por cuanto so talento tenia vetas de genio y los genios no obedecen a los reglamentos.
Él enseñaba hasta lo que no sabía, porque lo evocaba y hacía nacer en su auditorio con su gesto, con una interjección.
Propiamente, las masas de ideas que pobla­ban la cabeza de Sarmiento no podían llamarse conocimientos, sabidurías; él no sabía nada, porque nada había aprendido; él había produ­cido por sí mismo su dotación de nociones, casi en la totalidad de su extensión, y procedía como los astros luminosos que no saben nada de la luz, pero la generan, la gestan — dispense el verbo — y la derraman a torrentes sobre los orbes.
Había en sus modos de discurrir algo del procedimiento de los preparadores de museo para con los huesos incompletos cuyos agujeros y fallas llenan con yeso, dando a la parte añadida contornos probables en el hueso natural, pero de pura suposición cuando faltan los mo­delos.
Así se manejaba Sarmiento ante las defi­ciencias de su información; su alta inteligencia llenaba los claros por intuición, por deducción, por analogía, por inducción, por ampliación, por invención finalmente.
A veces le ocurría inventar el hueso entero para completar el esqueleto, y el hueso resultaba ser de otro animal; o le solía salir largo, torcido, contrahecho, exagerado en un sentido o en otro, y la exageración, como se sabe, es uno de los casos de la mentira. Sarmiento, por esta  razón y una vez puesto en la corriente, men­tía pues, cuando venía a mano, en sus citas y en sus afirmaciones; y al recordar esto no ofendo al eminente amplificador, por haber dicho él mismo, en alguna parte, que los Sarmiento tenían fama de embusteros. Por lo de­más, casi todos los oradores de su tiempo participaban de esta socorrida ventaja.
Vélez inventaba autores y les atribuía pala­bras, frases y doctrinas que jamás produjeron. A veces la falsedad no era tan completa y sólo el presunto autor era el inventado, corres­pondiendo la doctrina, puesta al revés, a otro sujeto.
Esto podía hacerse antes con cierta impu­nidad; ahora sería ello peligroso por haber subido en las asambleas el nivel de erudición.
La verdad es que al oír discurrir a Sar­miento con aquella su abundancia de ideas, con el vivo colorido de sus frases, con la fir­meza de sus períodos, con la proliferación y tropical frondosidad del mundo de sus doctri­nas y principios, nadie sospechaba la deficien­cia de sus datos y las fallas en sus estudios y lecturas.
Hablando, parecía maestro en todo: en ciencias, en arte; en todas las ciencias y en todas las artes, hasta en las novísimas manifestaciones de la política, la economía y la ciencia social.
No obstante, un diagnosticador de los pro­cesos cerebrales en la formación de las ideas, juzgando fríamente, habría encontrado que parte del bagaje capitalizado era el producto de una singular y constitucional autogestación y por eso también, en el conjunto, habría notado enormes vacíos, pues en los conocimientos del hombre, las lagunas no alcanzan a llenarse sino por concurso de pensadores, por  maduración de las ideas a través de las generaciones.
Una fórmula puede ser entrevista por el genio que salta sobre los detalles y los antecedentes racionales, sin verlos ni sospechar­los...
La educación o, más bien, la instrucción pri­maria argentina le debe mucho, pero no se lo debe todo, como algunos pretenden. Le deberá tal vez lo principal y le debe, sobre todo, esto, para lo cual se necesitaba coraje y condiciones excepcionales: ¡el haberla puesto en moda! La moda,  la ley ineludible y poderosa que alcanza hasta a la muerte, a la cual Dickens, en una de sus frases eternas, llamaba "la moda de todos los tiempos”.



¿Por qué Avellaneda, habiendo sido un hombre de Estado tan eficiente y tan notable no tiene ahora, ya, también, su estatua a la par de la de este don Faustino, como él le llamaba cuando se las había con algunas de las genialidades de su Presidente?
Porque se sienten antes los efectos de una tormenta que los de una lluvia fina y continua.
Sarmiento llenaba la atmósfera de rayos, relámpagos y truenos. Avellaneda envolvía la tierra que pisaba en una nube; la empapaba, la penetraba, la abrigaba y la fecundaba. Su trabajo era lento y, por lo tanto, menos percep­tible. Pero, ¿quién podía dejar de oír a Sar­miento? El sello más indeleble de su persona psíquica era "la imposibilidad de pasar des­apercibido".
Donde él estaba había conflicto, gresca, pe­lea, batalla, terminando todo ello, en la ma­yoría de los casos, por un beneficio positivo para su país, por el establecimiento de una doctrina saludable, de una conquista en el camino de la civilización. Así, en todas partes, este hombre extraordinario resultaba "educan­do" por vías incalculadas y siendo él mismo ineducado e ineducable, o sea, para evitar malas interpretaciones, inmodelado e inmodelable.
Su estatura, su cuadratura — diré —; sus maneras, su voz, las acciones de sus manos, los movimientos resueltos de su cabeza, el tem­blor que esos sacudimientos imprimían a sus mejillas cuando la edad había aflojado la trama de sus carnes; sus facciones, su frente, su nariz chica, desproporcionada; su boca gruesa, expresiva; todo en él expresaba energía, reso­lución, firmeza. Su cara y la actitud de su cuerpo provocaban, desafiaban y transparentaban el deseo de ser agredido a su vez, y era la efigie del atleta que se prepara a la lucha. Había en su mirada, por mo­mentos, cierta ferocidad y en su aspecto, cuando iba a comenzar un discurso en el Senado, algo de animal antiguo y formidable; parecía que de las razas extinguidas se había levantado un representante antediluviano, y el que oía su oratoria no tenía tendencias a modificar su impresión, al medir las zonas, los espacios, y las épocas históricas que abarcaba, como si expusiera la gestión entera de la raza humana.
 El pueblo argentino es impresionable, como todos; pero tal vez en mayor grado y se deja seducir por las muestras de coraje, energía,  resolución, valor físico, en una palabra.
Él, a la par de todas las agrupaciones de los hombres, y salvo  diferencias pequeñas, tiene un culto irreflexivo por cuanto significa determinación para afrontar un peligro físico y, en general por toda tensión orgánica para ejecutar  sin vacilación algo positivo. Aclama y admira esas calidades, aun cuando se ejerzan en su daño y está dispuesto a creer en la superioridad de quien las posea.
Ese culto por el valor físico es instintivo y no racional, porque ante la alta inteligencia que toma los quilates de las calidades del hombre, el valor físico ocupa un lugar secundario; cualquiera lo tiene; la prueba es que todos están obligados a ser soldados, por la ley. Entre­tanto, cuan pocos hombres poseen el valor mo­ral de afrontar una responsabilidad cuando sus actos no son del agrado popular.
Sarmiento tenía los dos valores, pero la masa del pueblo lo aprecia por el primero y sabe muy poco del segundo. Esa misma masa, encabe­zada por gentes selectas a veces, lo ha com­batido y repudiado, principalmente en la me­trópoli, donde precede el pueblo a los hijos de las provincias, mientras viven, como el mar con los cuerpos extraños, todo su afán es echarlos a la orilla y encallarlos entre las toscas, mientras mantiene a flote los corchos porteños, livianos, salvo numerosas excepciones, y siempre airosos.

Dr. Eduardo Wilde
1889


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