jueves, 15 de abril de 2010

EL CLUB DEL PROGRESO


EL CLUB DEL PROGRESO




 (1852 – 2002)
Por Lic. Lucía Gálvez
Fundación del Club del Progreso para 
“poner en contacto las ideas y los hombres”

El período comenzado en Caseros muestra una sociedad dividida en posturas antagónicas. Odios profundos, cimentados en años de persecución y violencia, hacen la brecha más honda. Urquicistas y porteñistas, partidarios del litoral o de Buenos Aires, toman actitudes difíciles de conciliar al tratar de insertarse, con el mayor provecho posible, en la coyuntura presentada por los mercados extranjeros. Estos, -ingleses en su mayoría- estaban sumamente interesados en nuestra producción ganadera y deseosos de vender sus productos. Los diarios de la época (La Tribuna, El Nacional) muestran las luchas verbales entre estos grupos que se intercambiaban los peores epítetos.
Fue en el mes de marzo de ese conflictivo año 1852, con las heridas aún abiertas por la batalla de Caseros, cuando don Diego de Alvear, hijo del vencedor de Ituzaingó, convocó a cincuenta y seis vecinos y les propuso fundar un Club cuyos objetivos fueran: “desenvolver el espíritu de asociación con la reunión diaria de los caballeros más respetables, tanto nacionales como extranjeros... uniformando en lo posible las opiniones políticas por medio de la discusión deliberada y mancomunar los esfuerzos de todos hacia el progreso moral y material del país”.
Pocos días después, el mismo Diego de Alvear, con la colaboración de Delfín Huergo, fundaba el diario “El Progreso” para propagar dichas ideas. El primer número, aparecido el 1° de abril, afirmaba: “la discordia disuelve y no amalgama,  excita las malas pasiones, debilita la acción del gobierno y rompe el lazo que debe unir a los pueblos cuando más necesitamos estrecharlos”. Es necesario, continuaba, “poner en contacto las ideas y los hombres, para hacer desaparecer el egoísmo y acordar la decidida protección al trabajo.” 
De a poco y con gran esfuerzo los fundadores de este Club y sus seguidores supieron sentar las bases de un sistema republicano que, aunque imperfecto, fue la simiente de la futura democracia. El largo camino hacia ella comenzó con la tolerancia por las ideas ajenas. El espíritu de conciliación y la moderación con miras al resurgimiento material y moral del país y a su crecimiento económico, era en definitiva lo que unía a este grupo de porteños entre los cuales se encontraban partidarios de las distintas tendencias.
Los primeros años del Club se desarrollaron durante la permanente puja entre Buenos Aires y el resto del país. Durante ese período las Actas de la institución recogen datos y testimonios que sirven para reconstruir una sociedad y una mentalidad en proceso de cambio. En general no se hablaba en ellas de política sino de cuestiones prácticas: fecha del baile mensual,  sueldos del personal, elección de salones dedicados al juego del mus, el billar o el ajedrez,  arreglos necesarios para los muebles y gastos ocasionados por las fiestas y tertulias que se ofrecían. Pero en una carta abierta de Diego de Alvear a Varela, director de La Tribuna, el primero enunciaba algunos de los logros que, en poco tiempo, había conseguido la institución. “Ha sido el Club del Progreso, mi querido amigo, donde yo inicié el proyecto de una Bolsa Mercantil.... Fueron miembros del Club los que han presentado al Gobierno proyectos de ferro-carriles y muelles que solo esperan la sanción superior y un intervalo de paz para abrir en el país nuevos canales de prosperidad y riqueza. Ha sido en nuestro Club donde se ha formado y organizado la más brillante sociedad Filarmónica que haya existido en nuestro país.”
 No interesaban a los socios tan sólo los aspectos políticos (para eso irían apareciendo otros clubes de vida efímera) sino principalmente terminar “con la división y desconfianza recíproca en que vivíamos”, y para ello nada mejor que crear “una sociedad donde todos pudiésemos libre y recíprocamente cambiar nuestras ideas y sentimientos”. La buena cocina, el juego de billar y, sobre todo los bailes y tertulias que se celebraban en sus salones, servían de incentivo y estímulo para conseguirlo. Lo cierto es que muchos criticaban al Club despechados por no poder asistir a los bailes ni gozar del “mejor cocinero francés”.
 “Progreso” era en ese entonces la palabra mágica sobre la cual convergían todas las tendencias y aspiraciones. Expresaba el acceso a lo moderno, a la técnica y a la ciencia y por ende a la prosperidad. Pero ante todo, “progreso”era y había sido siempre, desde los tiempos de la colonia, aquello que venía de Europa. En ese momento parecía ser la panacea para todos los males que sufría el país, y el ambiente propicio para su desarrollo era una sociedad pacificada y en orden (no es por casualidad que el Club fundado en Santa Fe al año siguiente recibe el nombre de “Club del Orden”.). Más adelante, en el último tercio del siglo, con el auge del positivismo, esta fe en la ciencia y en el progreso llegaría a convertirse en la ideología dominante en casi tres generaciones; pero en estos años, lo que más interesaba a las clases dirigentes era lograr la conciliación o por lo menos el entendimiento entre las distintas facciones. Iba a resultar, sin embargo, muy difícil conciliar en una acción conjunta opiniones tan disímiles. La reacción porteña ante el Acuerdo de San Nicolás, considerado demasiado favorable a las provincias, fue el primer síntoma de ese descontento.
A raíz de esta situación, se suscitó un memorable debate sobre el Acuerdo en la Legislatura –situada en la actual Manzana de las Luces– donde participaron los hombres más ilustrados y prestigiosos: Vicente Fidel López, Francisco Pico y José María Gutiérrez, encargados de su defensa, fueron ampliamente derrotados por la oratoria de Mitre y Vélez Sarsfield que enardecieron al público con sus discursos. Todos ellos eran miembros del Club.
 Diego de Alvear y los urquicistas moderados manifestaron su disidencia con el Acuerdo, rechazado por la mayoría. Significativamente, en la reunión de la Comisión Directiva del Club realizada el 28 de junio, Delfín Huergo fue reemplazado como secretario por Rufino de Elizalde.
No todos, sin embargo, estaban descontentos con Urquiza. Los hacendados de Buenos Aires organizaron para el 7 de septiembre una comida en su honor expresando su profundo reconocimiento “al considerar los importantes trabajos de S.E. para reglamentar y organizar la campaña, para garantir las propiedades y para dar empuje vigoroso a su desarrollo...” El banquete, realizado en los salones del Club del Progreso, suscitó el entusiasmo de la crónica, no acostumbrada a lujos y refinamientos excesivos en esa sociedad austera y patriarcal: “Todos los primores que el arte de agradar haya inventado para los sentidos, –dice la nota publicada en “El Progreso” – se encontraban allí diestramente colocados... A las diez y media de la noche, fue invitado el director a pasar a otros salones, y toda la reunión lo siguió allí para tomar un café. El buen humor, la franqueza, la cordialidad más completa reinaba en los amenos grupos”.
Al día siguiente Urquiza partía para el congreso de Santa Fe sin imaginar la revolución que iba a estallar tres días después, retrasando en diez años la unidad nacional.

En tiempos de secesión
La secesión de Buenos Aires de la Confederación, que duraría hasta el Tratado de San José de Flores en 1859, en los hechos se prolongó hasta 1861, con la victoria de los porteños en Pavón.
Durante este período, el partido liberal formado por la burguesía porteña, por la mayoría de los emigrados y por algunos antiguos federales localistas, aspiraba a organizar el país desde Buenos Aires. No aceptaban la constitución de 1853 y defendían la autonomía provincial.
Al ser los porteños dueños de las rentas de la Aduana, poseían la principal fuente de recursos del país. Esto les permitía mantener las guerras contra la Confederación y hasta comprar la escuadra enemiga al vulnerable Coe, para poder comunicarse con Montevideo durante el sitio de Buenos Aires por Hilario Lagos.
Refiriéndose a los hombre clave del partido liberal porteño dice Miguel Ángel Cárcano: “aparece como jefe Valentín Alsina, unitario de la época de Rivadavia, austero e integro, inspirado en un sincero patriotismo pero limitado en sus concepciones políticas,... su hijo Adolfo comienza  a ejercitar su talento oratorio inflamado por la llama de la pasión política; Dalmacio Vélez Sarsfield, el sabio  cordobés, rico en experiencia y Ciencia Política, hábil en la polémica y profundo en el discurso; Domingo Faustino Sarmiento, el iracundo sanjuanino, portentoso ariete que quiere construir con sus propias manos la República; el uruguayo Juan Carlos Gómez; Félix Frías; Luis Domínguez y tantos otros. Bartolomé Mitre, el joven adalid de la juventud porteña, impetuoso y reflexivo en medio del violento apasionamiento de sus correligionarios, es quien muestra equilibrio y capacidad. Es el liberal más conciente y constructivo. Su pensamiento desborda el ámbito porteño e imprime a la Revolución de Septiembre y a su partido un contenido nacional. Finalmente consigue dominar a su poderoso adversario, el localismo, y obtener del general Urquiza su concurso para lograr con éxito la unidad nacional”. Con la sola excepción de Valentín Alsina, todos estos ilustres ciudadanos eran o serían socios del Club del Progreso.

Primera mudanza con alardes de lujo “a la francesa”
Desde los años fundacionales la ciudad de Buenos Aires había ido destruyendo, a medida que crecía, sus viejos edificios quizás en un intento de olvidar sus pobre orígenes. Esta mentalidad progresista e innovadora parece despertar, más pujante que nunca, en el “estado rebelde” del 53 en adelante. Su contrapartida es la no-valoración del pasado, pues así como cayeron en buena hora los primeros ranchos para ser reemplazados por casas de ladrillos y tejas, adornadas por sólidas puertas de madera y ventanas enrejadas, estas fueron destruidas en forma indiscriminada ante el avance de las balaustradas, barandas, columnas y escaleras de estilo italiano. Es en este contexto, que en 1856, el Club decide mudarse de su primera sede situada en Perú 135 y entra en negociaciones, con el próspero negociante vasco Marcos Muñoa “sobre el edificio para el Club que este pensaba construir”.
Durante los meses siguientes podemos constatar la preocupación de la Comisión por el adelanto de las obras. Se aprovecha el viaje del señor del Sar “que está por partir en el próximo paquete para Europa” para hacer algunos encargos de suma necesidad para la nueva casa: el papel para el gran salón, fondo blanco con oro; varillas del ancho conveniente para colocar en los sobre marcos y dorado del cielo raso; una alfombra de 33 metros y medio por 2 y medio de la Manufactura Royale D´Aubusson; seis arañas de bronce dorado fuego con bombas de 36 a 40 luces (de gas); 24 brazos de pared de 5 luces con bombas; 14 cortinas de seda e iguales de muselina, con los ganchos dorados del gusto más moderno y sencillo; 12 borlas y 60 metros de cordón para campanillas que tengan relación con las cortinas del salón, etc.” El exterior del edificio hacía juego con este alarde de lujo “a la francesa”, casi desconocido hasta entonces en Buenos Aires. El palacio Muñoa dice Buschiazzo, “con basamento acusado, 2 pisos altos con ventanas a entablamento y ordenes colosales de pilastras, rompía para siempre la tradición colonial en las viviendas privadas”.
La mudanza se realizó en 1857 y hasta 1900 funcionó allí la institución La nueva y lujosa sede ocupaba toda la esquina de Perú y Victoria (la actual Hipólito Hirigoyen) y hasta hace pocos años era posible apreciar su vieja fachada de estilo italiano, sus 3 pisos y 2 entrepisos y su azotea con mirador, toda una novedad para los porteños que desde allí podían disfrutar de una vista panorámica de la ciudad y del río. Lamentablemente, en abril de 1971 comenzó su demolición.
Durante los años de la secesión podemos seguir paso a paso el camino hacia la “gran aldea”. Poco a poco se fue dejando de lado la sencillez colonial y empezó a percibirse un mayor despliegue de lujo en la decoración de los bailes, en las modas femeninas y hasta en las comidas y bebidas. Al mismo tiempo comenzó a funcionar la biblioteca y se mandaron a encuadernar la colección de diarios y revistas nacionales y extranjeras que formarían con el tiempo la mas importante hemeroteca del país. También por entonces se fue formando la primera galería de retratos de nuestros grandes hombres. Y mientras Balcarce hacia las diligencias en Francia para conseguir una buena copia del retrato del general San Martín, la comisión pidió  al socio  Prilidiano Pueyrredon que pintara los de Belgrano y Rivadavia. Encargaron también a Navoresse el retrato de Lavalle y a Masini el de Carlos M.Alvear. Años después el gran Sorolla pintaría el retrato del fundador del Club.

Un lugar para el encuentro
             A traves de la lectura de las Actas del Club podemos afirmar que, tal como lo cuentan las crónicas, los bailes mensuales, las tertulias y los bailes de Carnaval, fueron la actividad más importante que desarrolló el Club por aquellos años.  Hasta entonces las reuniones se hacían en las casas de familia y sólo el salón de Mariquita Sánchez o las grandes salas de Palermo, podían albergar muchos contertulios.
                 Aunque nacida con fines políticos y económicos, la institución comprendió que debía responder a las demandas de una sociedad en un momento determinado, asi pues, el Club del Progreso se convirtió en el más elegante lugar de encuentro entre ambos sexos y sus dependencias fueron testigos de muchos compromisos. Basta ver cuantos apellidos de los socios, de simples se transforman en compuestos: Aberg y Cobo; Pereyra e Iraola; Bunge y Guerrico, Quirno y Costa, Beccar y Varela; Giménez y Zapiola; Molina y Pico, González y Alzaga, Pacheco y Bunge, etc etc. Los bailes y tertulias del Club reemplazaron las tertulias familiares y cumplieron una importante función en la vida de la institución. En las Actas  todo parece girar alrededor de ellos.
Durante estos conflictivos años de la secesión de Buenos Aires, los bailes alternaban con las guerras. Seguían sumándose al Club ilustres personajes como el tucumano Nicolás Avellaneda, el 24 de octubre de 1859; Manuel Quintana, el 1ro de febrero de 1860; y el mismo año, Norberto Quirno, Marcos Paz, Mariano Fragueiro, Lucio V. Mansilla, José Mármol, Estanislao del Campo, Isaac Fernández Blanco, Aarón Castellanos, José Gorostiaga, Emilio Bunge, Wenceslao Paunero, etc.
En 1861 se suspendió el baile del 9 de julio ante la inminencia de una nueva guerra entre porteños y provincianos. Cepeda no había resuelto los problemas de fondo, como tampoco los resolvería del todo Pavón. La controvertida batalla tuvo lugar el 17 de septiembre pero la situación era confusa. El 3 de noviembre una encuesta realizada entre los socios del Club mostraba su preocupación ante el momento vivido. La mayoría se oponía categóricamente a que “se diera ninguna reunión en las presentes circunstancias”.
En diciembre, Pedernera, vicepresidente de la Confederación, declaraba caducas las autoridades nacionales ante el presidente Santiago Derqui. Las provincias delegaron en el gobernador de Buenos Aires, don Bartolomé Mitre, la convocatoria a un Congreso Nacional. Ahora sí podían los porteños ver el futuro con mayor optimismo. El Club decidió festejar el triunfo de Buenos Aires dando un gran baile el 25 de enero. “La Tribuna” lo anunciaba así: “Baile en el Club del Progreso”. Para ese objeto se han alfombrado de nuevo los salones y arreglado con muchísimo gusto. La cena, se dice, será gelleé...”
Esta vez, además de la cena, evaluada en $8000, se encargaron a la confitería Saisiani 1.000 sorbetes, a tres pesos y medio cada uno, para aliviar el calor de la noche veraniega. Cinco extranjeros se hicieron socios el 24 para poder asistir al gran acontecimiento del día siguiente. A juzgar por las crónicas, este baile con el cual se rendía homenaje a los jóvenes de la Guardia Nacional, alcanzó un brillo sin precedentes. “Allí”, escribe el cronista de “La Tribuna”, “envueltas en tules y salpicadas de pedrería, rodeadas de luz y de flores se habían reunido como para hacer gala a los recién llegados, las más lindas mujeres, las más graciosas niñas, las damas más escogidas de las que se encuentran en las listas de los socios del Club”.
               Una vez terminados los conflictos de secesión y guerra civil, Buenos Aires se va transformando en forma y mentalidad. A partir de la unidad nacional podemos observar la incorporación de socios provincianos y, en menor medida, de extranjeros.
         El 25 de mayo de 1862 el Congreso de la Nación, recién abierto, encargó a Mitre el ejercicio provisional de Ejecutivo Nacional. Al día siguiente 88 socios elevaron una solicitud a la Comisión Directiva pidiendo que se realizara un baile por la instalación  del Congreso. Invitándose  a todos sus miembros. También pidieron que se aumentara a 350 el número de socios. Muchos de estos pertenecían a las elites o aristocracias de las provincias, identificadas con las de Buenos Aires por orígenes, costumbres, educación y parentesco, elementos mas determinantes que las diferencias locales. (Esta circunstancia no impedía, sin embargo, hubiera diversidad ideológica entre los socios.) Comienza  a formarse asi la que, años después, será llamada “alianza de los notables”.
Desde 1862, los bailes y las tertulias, sobre todo las de Carnaval, irían aumentando en lujo, refinamiento y brillantez. La Comisión se preocupaba con tiempo de que se repararan las cortinas, alfombras y tapizados, se lustraran los muebles y no faltaran flores y perfumes en el Salón de las Señoras. Otro gasto importante era el gas para iluminar el Club por dentro y por fuera. Con la debida anticipación se encargaban vinos y cigarros. Nunca faltaba el champagne, que debía pagarse en francos.
Según los testimonios, los bailes comenzaban a medianoche, siendo “poco elegante” presentarse antes de las 12 y media. A fines del XIX, Calzadilla protesta contra esa costumbre, aún en vigencia, que se ha trasladado también a las tertulias:. “..Cuando las niñas van a la tertulia, ya están a las par de las mamás, fatigadas de esperar hasta la medianoche, para entrar las últimas en el salón, creyendo hacer más efecto...”
Esta sociedad colonial, austera y patriarcal, asentada fuertemente en lazos familiares, amistosos y de parentesco, fue convirtiéndose durante las décadas del 50 al 70, en la “gran aldea” pintada por Lucio V. López, Eugenio Cambaceres y Santiago Calzadilla. Desde el 80 en adelante, el proceso de modernización del país, la gran inmigración y fundamentalmente, las nuevas fuentes de riqueza, transformaron a esta gran aldea en la más grande e importante metrópolis de América del Sur. El Club del Progreso sería uno de los escenarios más concurridos por los protagonistas y responsables de la transformación. No sólo era su lugar de expansión o, como decía algunos, su “segundo hogar”, sino especialmente el punto de reunión y confrontación de ideas, planes y proyectos de la élite dirigente que si bien se ocupaba del país “como si fuera su estancia”, lo hacía con el firme convencimiento de conseguir su grandeza y la felicidad de sus habitantes.
En la década del sesenta, el juego comenzó a cobrar más importancia. En los primeros años sólo había billares y algunos socios jugaban a las cartas. En junio del 62 el juego del “mus” subía de status al ser destinado un salón para tal uso; poco después se dedicaba “el salón de la calle Victoria al juego de naipes y al ajedrez”. En mayo del 63 se ordenó la compra de “otra mesa de billar y fichas de nácar para las mesas de jugar cartas”.

Alianzas, intrigas y conspiraciones, más allá del partidismo
Los fundadores del Club habían declarado que uno de sus principales fines era “poner en contacto las ideas y los hombres” para trabajar en la cusa común de la paz y el progreso nacional. Esto implicó desde el primer momento, como vimos, la diversidad ideológica de sus componentes. Entre Pavón y 1880, las Comisiones Directivas y las listas de socios revelan en su composición el predominio alternado o no de unas orientaciones sobre otras. Es evidente que muchos proyectos, alianzas, intrigas y hasta conspiraciones políticas se forjaron en sus salas y biblioteca, pero todo debía hacerse de un modo discreto: no se permitía una postura partidista declarada y las discusiones políticas estaban prohibidas por el Reglamento.
Adolfo Alsina, presidente del Club en 1864, había sido en su juventud un revoltoso integrante del partido liberal llamado de los “pandilleros”, al cual también pertenecía Mitre. Pero al plantearse  después de Pavón el tema de la capitalización de Buenos Aires, este partido liberal se dividió, fundando Alsina  el Partido Autonomista porteño o de los “crudos”, rabiosamente localistas y con tendencias populares, que se negaban a compartir su ciudad con las provincias. El otro bando lo constituían los seguidores de Mitre o “cocidos”, unidos en el Partido Nacional, heredero en parte del espíritu unitario y rivadaviano pero con una visión de conjunto nacional que les hacía ver la necesidad de que la rica ciudad de Buenos Aires fuera la capital del país.
Pese a sus partidarios populares, los conductores del Partido Autonomista de Alsina pertenecían a la misma extracción social que los seguidores de Mitre y eran, casi sin excepción, socios del Club del Progreso. Los principales eran Bernardo de Irigoyen, Tomás Guido, Luis Sáenz Peña, los Anchorena, Manuel Quintana, Federico Pinedo, Adolfo Saldías... junto a ellos empezaban a actuar los jóvenes Roque Sáenz Peña, Aristóbulo del Valle, Carlos Pellegrini, Dardo Rocha y una figura de origen menos “calificado”: Leandro N. Alem –que llevaba el estigma de su padre, el mazorquero hecho ajusticiar junto a Cuitiño- y que, andando el tiempo, sería el caudillo más querido en Buenos Aires y en el interior del país.
Alsina era entonces el hombre fuerte del gobierno de Avellaneda, candidato a la futura presidencia, pero dentro de su partido nuevas fuerzas pugnaban por hacerse oír: eran los republicanos de Alem y del Valle, seguidos por la mayoría de la juventud autonomista, que no aceptaba la “conciliación” entre mitristas y alsinistas reunidos contra la fuerza que acababa de surgir en la figura del general Julio A. Roca.
Había en la actitud de los porteños una evidente contradicción: Mitre, que había fundado su partido sobre la idea de nacionalizar Buenos Aires, para subordinarla al poder central lo mismo que las demás provincias, combatió en las dos revoluciones, la del 74 y la del 80, del lado de quienes no querían la capital en Buenos Aires, empezando por el gobernador de la provincia, el “ultra” Carlos Tejedor. En cambio autonomistas como Alsina (muerto en el 77) y Carlos Pellegrini, estaban en ese momento a favor de la federalización.  Como es sabido, la revolución del 80, terminó con la victoria del gobierno nacional y el triunfo político de Roca. Se sancionó la ley de federalización de Buenos Aires y culminaron así los dos conflictos: la cuestión Capital y la cuestión presidencial. En la institución de Perú y Victoria estos conflictos fueron vividos con intensidad desde los dos campos, quizá con predominio de los partidarios de Mitre y Tejedor: de 26 legisladores, los 19 que  desobedecían la orden de sesionar en Belgrano durante la revolución del 80, eran socios  del Club del Progreso. De todas maneras, roquistas y localistas compartirían desde las comisiones directivas los mandos del Club, donde las diferencias se minimizaban en la charlas de sobremesa o entre los juegos de cartas y  billar.
Una vez en el poder, Roca logró organizar el Estado imponiendo el lema de su gobierno: “Paz y Administración”. Para esto se dictaron leyes, se definieron las fronteras nacionales y el Ejército pasó a jugar un papel subalterno en las política nacional. La base de poder del desde entonces llamado “Régimen” se cimentaría en la “Alianza de los Notables” (casi sin excepción miembros del Club) quienes dominarían por años el país recurriendo a un liberalismo pragmático y positivista.
Durante este período, un cambio de características espectaculares en la economía, la población y la cultura, conmovió a la sociedad argentina. Los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el campo político, fueron liberales y progresistas en la sociedad que se ponía en movimiento. Su liberalismo económico, no obstante, era compatible con una actitud resueltamente conservadora en lo social.
Paralelamente y en forma paulatina se iba dando el proceso de modernización, que acompañaría al mejoramiento económico y a la inmigración masiva. Desde el 70 en adelante las novedades irían aumentando en progresión geométrica hasta situar a Buenos Aires (no así al resto del país) en un nivel comparable al de las más importantes ciudades europeas. Era justamente la meta de nuestra clase dirigente para la cual “progreso” era sinónimo de europeización.

El paroxismo progresista
En los últimos años de la década del 80 el optimismo progresista llegó a extremos de locura y la fiebre de especulación se extendió  a todos los sectores sociales. El característico optimismo finisecular no quería ver las reales amenazas económicas y financieras y seguía insistiendo con frases sobre el porvenir de grandeza que esperaba a nuestro país al tiempo que exaltaba una historia triunfalista. El error consistía en asentar este optimismo progresista, no en las autenticas potencialidades de nuestro patrimonio natural sino en los logros formales obtenidos por imitación de lo europeo y en la total dependencia económica de su mercado.
“En nuestra raza frugal y recatada, -dice Juan Balestra, testigo y cronista de la revolución del 90- había prendido como un virus la fiebre del dinero, no con los caracteres sórdidos de los pueblos viejos, sino como un ímpetu de juventud e irreflexión que se traducía en soberbia y prodigalidad”.
Al mismo tiempo, la gran masa de población compuesta por los inmigrantes y los viejos criollos, estaba formando la nueva Argentina  y los nuevos ciudadanos, agradecidos, resignados o resentidos con el país según como les hubiera ido en su aventura inmigratoria empezaban a ambicionar una participación en la política y en la economía. Eran una de las vertientes de la Argentina popular que iba a expresarse junto a las otras a través del radicalismo de Leandro N. Alem e Hipólito Irigoyen, del socialismo y del anarquismo. Todos estos factores políticos, económicos y sociales convergieron en la gran crisis del 90 y en la revolución que hizo peligrar las bases del gobierno nacional.
La oposición formada por los revolucionarios de Alem y del Valle, los católicos como Estrada, Goyena, Casares, etc. y personalidades prestigiosas como Bartolomé Mitre y Bernardo de Irigoyen, dirimieron sus diferencias al enfrentar al “unicato” como llamaban al gobierno de Juárez Celman. Nació así la Unión Cívica que planearía y prepararía la famosa “revolución del Parque”.
Tocó a Carlos Pellegrini la inmensa tarea de pilotear al país en esos tormentosos momentos. Los viejos salones del palacio de Muñoa deben haber sido testigos de muchas conversaciones con sus más allegados como Ezequiel Ramos Mejía, Vicente Casares, Eduardo Costa, nuevo ministro de Relaciones Exteriores, el ya anciano pero siempre agudo e inteligente Vicente Fidel López, su ministro de Hacienda; José María Gutiérrez, ministro de Justicia e Instrucción Pública y todos los “notables” que contribuirán de algún modo a la superación de la crítica coyuntura.

Los herederos de Alsina, labradores de la democracia
Si los salones del Club del Progreso fueron en la década del 50 al 60 el ámbito propicio para el reencuentro de la élite porteña y en la del 70 al 80 de la alianza de esta con los “notables” provincianos, en la última década del siglo les cupo en suerte servir de escenario a los prolegómenos de la democracia en nuestro país.
Tres grandes amigos, tres hombres brillantes, cada cual en su estilo, cada uno siguiendo con coherencia y honestidad su propio camino y rectificándose de sus propios errores, se reunían periódicamente en el Club. Eran ellos Leandro N. Alem, Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña. Los tres eran hombres renovadores, de ideas avanzadas, deseosos de terminar con el “caciquismo” que dificultaba, cuando no impedía, su acceso a las funciones publicas hacia las que se sentían llamados. Los tres habían estudiado en la misma facultad, e incluso luchado en las mismas trincheras del Paraguay. Pero quizá lo que más los unía era el sentirse los descendientes espirituales o herederos políticos del admirado caudillo autonomista Adolfo Alsina a quienes ellos siguieran desde su más temprana juventud.
Alsina había suscitado las más diversas adhesiones porque –como dice Marcelo Sánchez Sorondo- “...a puro instinto y a caso sin discernirlo conceptualmente, sintió que la unión nacional reclamaba una síntesis suyo proceso fundiese las dos Argentinas antitéticas, y que la Organización para legitimarse, requería la incorporación y no el exterminio de la patria federal excluida”. Esto mismo, expresado en formas y lenguajes diferentes era el objetivo por el cual los tres lucharon: Alem, apoyándose en su fuerza carismática, decidió “encabezar una acción verdaderamente distinta, llamada a alumbrar un oren nuevo”, aunque para ello fuera necesario quebrar el orden establecido y ser perseguido por él; Pellegrini y Sáenz Peña predicando, sosteniendo y finalmente realizando la reforma política, consiguieron que el país llegara a la democracia sin recurrir a la revolución que repudiaban. Los dos primeros no alcanzaron a ver su obra. Los tres murieron prematuramente. Alem, amargado y desilusionado decidió terminar su vida, y luego de ordenar a su cochero: “¡al Club del Progreso!” se pegó un tiro en la sien. Era el primero de julio de 1896; apenas dos años antes en las puertas de ese mismo Club había sido recibido triunfalmente a la vuelta de su prisión en Rosario. Lo depositaron sobre un mesa y Roque Sáenz Peña encontró en un bolsillo el adiós del compañero de lucha: “¡Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas!. He terminado mi carrera, he concluido mi misión; para vivir estéril, inútil y deprimido es preferir morir...” y agregaba esta exclamación que sería luego lema del partido Radical: “¡Si, que se rompa pero que no se doble! ¡Adelante los que quedan!”.
Pellegrini, que había sido hombre de Roca, volvió al fin de su vida a los ideales de su juventud, como cuando a los 23 años escribía en su tesis doctoral sobre el sufragio universal: “la capacidad electoral no debe en ningún modo ser fijada por cánones clasistas pues es la clase más pobre de la población la que más necesita el amparo de la ley... El derecho de votar deben tenerlo todos los ciudadanos alfabetos...”. Demostrando una ecuanimidad que pocos en su tiempo tenían, se declaraba partidario de los derechos civiles de la mujer, empezando por el ejercicio del sufragio.
Pellegrini amaba el orden por encima de todo porque “sólo dentro del orden –decía- se edifica y progresa la estabilidad de los pueblos”. Pensaba que era necesario educar al pueblo y formar su criterio antes de llamarlo a ejercer su derecho de voto pues “la libertad al servicio de la ignorancia, equivaldría a un arma de fuego puesta en las manos de un niño y en lugar de la anarquía contra la ley se tendría la anarquía según la ley”. En uno de sus últimos discursos en la Cámara de Diputados (09/05/1906) condenó una vez más los hábitos y anarquía  y propuso como único modo de reformarlos: “emprender con paciencia, verdad y constancia la educación de nuestro pueblo hasta inculcar en sus hábitos la práctica de nuestras instituciones”. Al mismo tiempo alertaba  a sus compatriotas sobre tremendo peligro que podía representar un Ejercito no subordinado al poder civil: “El Ejercito es un león que hay que tener enjaulado para soltarlo el día de la batalla. Y esa jaula, señor presidente, es la disciplina, y sus barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares, y sus fieles guardianes son el honor y el deber. ¡Ay de una Nación que debilite esa jaula, que desarticule esos barrotes, que haga retirar esos guardianes, pues ese día se habrá convertido esta institución, que es la garantía de las libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro y en una amenaza nacional”.
Roque Sáenz Peña fue el único que pudo ver realizado su sueño al alcanzar a promover y aplicar durante sus cuatro años de gobierno “la reforma política más trascendente vivida por el país desde la organización nacional”.
Esta preocupación es fácilmente comprobable en sus discursos políticos y en su correspondencia. “Un pueblo que no puede votar ni darse gobiernos propios no es un pueblo en el sentido jurídico ni en su significado sociológico”, exclamaba en un discurso dicho en el Comité del Partido Autonomista  en 1905. Pero mucho antes había dado publicidad a sus ideas reformadoras eligiendo para hacerlo  por primera vez al viejo Club del Progreso, renovado en su nueva sede de la Avenida de Mayo  por la cual tanto había luchado. Fue durante la fiesta del cincuentenario de “este centro que conservamos y amamos porque es representativo de la cultura argentina”, según sus palabras.
Era el 1° de mayo de 1902. Estaban allí todos: los dirigentes y constructores de los 80, los ya ancianos socios de los 60, dos ex presidentes de la Nación y uno en carrera de serlo (su propio padre, Luis Sáenz Peña, su amigo Carlos Pellegrini y Manuel Quintana). Estaba, en fin, lo más representativo de la sociedad porteña culta y refinada. Ante ellos lanzaría su bomba apelando al patriotismo y al espíritu de solidaridad y de justicia: “El buen movimiento ha de partir de alguna parte, y bien puede partir de vosotros mismos, cuyos antepasados y fundadores no fueron indiferentes a los infortunios públicos ni a los perniciosos hábitos sociales y políticos... Yo preferiría, señores, el comicio de aquella época de lucha y de combate, con sus urnas señaladas por tiros y cuchilladas, a la urna de nuestros tiempos, que es ánfora cineraria donde yacen los despojos de la ciudadanía con los restos del carácter y la altivez argentina.”
Los años, el progreso y sobre todo la gran inmigración, habían cambiado las circunstancias de la Argentina: junto al pueblo, acostumbrado por años a callar, habían aparecido nuevos “ciudadanos” que lo eran sólo de nombre y aspiraban a ser reconocidos como tales. Roque Sáenz Peña intentaba que sus pares comprendieran la situación del extranjero que “al ser incorporado al régimen actual renunciaría a su ciudadanía sin haber adquirido su equivalencia, tan deprimidas se encuentran las prerrogativas y derechos del ciudadano argentino en su función política e institucional. “ Consciente del importantísimo paso que estaba pidiendo a sus pares, Sáenz Peña aclaraba: “Yo entiendo señores consocios, que no estoy hablando de política, pero si de costumbres que afectan y menoscaban la existencia del cuerpo social, y en las tendencias que señalo debíamos coincidir todos los hombres para labrar la grandeza futura de la república, sin sentimientos antagónicos y sin banderas de guerra, garantizando a las generaciones que nos sucedan el derecho de votar, que es el derecho de hablar, el de pensar, y de labrar la propia felicidad, en los pueblos republicano-democráticos”.
Ocho años después, en su mensaje presidencial de 1910, Sáenz Peña reiteraba su compromiso. “...Yo me obligo ante mis conciudadanos y ante los partidos a provocar el ejercicio del voto por los medios que me acuerde la Constitución. Porque no basta garantizar el sufragio: necesitamos crear y promover al sufragante.”
El proyecto se estudió en diputados por más de tres meses con la presencia casi constante del ministro del Interior, Indalecio Gómez, otro frecuentador del Progreso. Con su figura de ascético profeta, el salteño defendió a rajatabla el proyecto presidencial, tan conversado entre ellos durante sus períodos de diplomáticos en Berlín.
Finalmente, Sáenz Peña pudo poner su firma al pié de la Ley 8871 el 13 de febrero de 1912. Dos años más tarde, el 9 de agosto de 1914, una multitud entristecida seguía su féretro, llevando todavía en sus oídos aquella que fuera su última exhortación: “¡Quiera el pueblo votar!”

Cambio de sede y de mentalidad
No es de extrañar que las porteñas de la “belle époque” prefirieran los tradicionales bailes de la ya antigua casona de Perú y Victoria a los del moderno Jockey Club recién fundado. En el Progreso ellas habían tenido un grado de participación que desde un principio les fuera negado en el Jockey, creado con fines más turfísticos  y de sociabilidad masculina.
Aunque el Progreso había surgido como imitación de los clubs ingleses, desde sus inicios se diferenció en forma fundamental de ellos en la actitud hacia la mujer. Allí las mujeres no solo se habían sentido siempre bien recibidas sino también aceptadas como socias. Era un ámbito donde siempre pisaron firme.
De la lectura de obras como “La Gran Aldea” o “En la Sangre” cuyos autores, Lucio V. López y Eugenio Cambaceres eran socios del Club, se desprende que la sociedad anterior al 900 era mucho menos pacata que la de principios de siglo. Había más libertad y sobre todo, más naturalidad en el trato entre jóvenes que luego se fue perdiendo al adoptar la sociedad porteña características de la moral victoriana.
Si los ingleses se preciaban de poder prescindir en sus clubes de la compañía femenina para refugiarse en un tranquilo androceo, los porteños de mediados del siglo XIX consideraron una de las principales atracciones del Club el poder gozar de dicha compañía en un clima agradable y festivo a la vez, que valorara sus talentos, puestos a prueba en aquellos tiempos de crisis. Cuando, la sociedad fue cambiando, persistió sin embargo en el Club algo de ese respeto por las mujeres de talento, que lo diferenció de otros centros sociales  Prueba de ello fue nombrar a la doctora Cecilia Grierson socia honoraria  en 1887, cuando ésta anunció que no podría seguir pagando sus cuotas. Otra fue el banquete dado a Lola Mora en 1903 en homenaje al emplazamiento de su bella fuente que tanto dio que hablar a las lenguas pacatas.
A fines de siglo, la mentalidad  general había dividido a las mujeres en serias (para casarse) o ligeras (para divertirse). En este contexto tenía más sentido un Club sólo de hombres, mas específicamente de “sportsmen”, que quisieran reunirse para charlar de política, caballos y “señoritas livianas”. Todos se decían “liberales” y hasta “librepensadores” pero al mismo tiempo se vanagloriaban de que sus mujeres, hijas y hermanas fueran piadosas y recatadas. La doble moral victoriana comenzaba su tarea destructiva.
Las mujeres del 900 fueron mucho menos independientes y espontáneas que sus madres y abuelas. Por empezar, tenían menos movilidad que aquéllas, prisioneras como estaban, y no sólo de un modo metafórico, de institutrices, gobernantas, madres y tías, padres y hermanos y sobre todo, de convenciones que llegaban al ridículo. Educadas en colegios de monjas francesas o por institutrices inglesas, las porteñas alegres y sencillas de mediados de siglo, se fueron transformando –algunas muy a su pesar-  en las estiradas e inalcanzables “niñas” del Centenario.
Con el aumento de la rigidez en las costumbres, volvió a ponerse en vigencia la exagerada separación de los sexos, anterior a los tiempos de la revolución de Mayo que tanto habían deplorado Mariquita Sánchez, Sarmiento. Las jóvenes, estrechamente vigiladas, no podían dar un paso solas fuera de su casa, ni siguiera en compañía de primas y amigas. siempre era necesaria la presencia de un “chaperón”, “miss”o señora casada. A los sumo en las familias más abiertas se permitía las compañía de algún hermano.
Consecuencia importante de esta antinatural separación, fue la acentuación del “machismo”, la falta de amistad y sana camaradería entre los jóvenes de ambos sexos y la desvalorización, tanto de la mujer como amiga, como del verdadero amor basado en el efecto racional y sensible. El porteño buscó desde entonces la amistad y la camaradería sólo en los hombres.
Con la mudanza a la sede de Avenida de Mayo en 1900, el Club cambió su carácter criollo y personal para pasar a ser como cualquier club inglés donde los privilegiados eran los hombres. Todas las nuevas comodidades fueron para ellos y hasta los bailes dejaron de tener tanta importancia. ¡Existían otros lugares donde se podía encontrar compañía femenina mas “permisiva” que las ingenuas “niñas” que les estaban destinadas por esposas! Los jóvenes empezaron a pedir al Club otra cosa: ser el ámbito propicio para la camaradería masculina y el deporte. Así lo entendió Roque Sáenz Peña, quien los primero que hizo al ser elegido presidente del Club por primera vez (lo fue durante diez períodos), fue renovar el aspecto físico del viejo y ahora poco funcional palacio Muñoa, instalando una sala de armas y otra de tiro al blanco, nuevos baños y duchas, etc., y arrastrando con él a más de 500 socios atraídos por su brillante personalidad y sus promesas de proyectos futuros.
En la asamblea extraordinaria del 7 de abril del 96, el flamante presidente pudo declarar con orgullo: “Es con verdadera satisfacción que hacemos constar la incorporación de 569 socios, en su mayor parte jóvenes, con cuyo valioso concurso se asegura el Club el primer puesto tan merecidamente conquistado por el número, distinción social y cultura de sus miembros...” Menciona luego la biblioteca que, desde esos años, se convertiría en unos de los bienes más preciados del Club: “... La biblioteca ha sido objeto de preferente atención de la Comisión, habiéndose repartido a todos los socios el catálogo de sus importantes obras... y facultando al doctor Juan Agustín García para adquirir, a medida que se publiquen, las novedades literarias nacionales y extranjeras...” Pero la ambición de Sáenz Peña no se conformaba con estas modificaciones: su sueño era  un edificio moderno como el fundado por su amigo Pellegrini. Volvió, pues, al antiguo proyecto de comprar un terreno y edificar un nuevo edificio más acorde con las necesidades de los nuevos tiempos, es decir, con las necesidades masculinas.
Un artículo del 24 de noviembre de 1900 apareció en “El Diario”. Titulado “Un viejo centro social que renace”, nos ilustra acerca de la decadencia a que había llegado el Club antes de la actuación de Sáenz Peña y sus seguidores. Después de decir que años atrás “...las fiestas del Club del Progreso tenían un brillo que perdura en el recuerdo” y que  “... aquellas fiestas, principalmente los bailes de máscaras, eran superiores por su distinción a todos lo que hoy admiramos”, afirma que en ese momento “la sociedad porteña, con más movilidad, más teatro y mayores elementos ha perdido en distinción todo los que ha ganado en tamaño (...). Pero la reacción se hizo sentir hace algunos años y se afirma hoy en que la pericia de su mesa directiva sabrá devolverle lenta pero firmemente un prestigio que es el capital más valioso de un centro social de primer orden como es el Club del Progreso”.En efecto, la actividad de Roque Sáenz Peña, secundado por sus amigos, fue para el Club un vendaval de modernización. En menos de cinco años consiguió lo que quería: un edificio lujoso y funcional, capaz de competir con el Jockey Club, situado en la elegante Avenida de Mayo al 600. “La ubicación es, es nuestro concepto, de mano maestra... “-afirma “El Diario” en la nota mencionada-, “Desde sus balcones, el golpe de vista es magnífico. La avenida de Mayo está, en esas primeras cuadras, totalmente edificada: la impresión que produce, vista desde arriba es la de un boulevard parisien. El desfile ordinario de la concurrencia, es por sí mismo, todo un entretenimiento. Agréguese a ello el movimiento de carruajes, incesante frente al local y seguramente se participará de nuestra opinión”. Continúa el artículo con una detallada descripción de los cinco pisos de la cual citaremos algunos párrafos:
“Penetremos el zaguán principal. El groom nos ofrece el ascensor, pero no un ascensor común sino un ascensor artístico, la última palabra del progreso en sus menores detalles... Descendamos al subsuelo. Ya está instalada sobre la calle la sala de armas, con sus muros decorados pr panoplias y accesorios indispensables... El piso bajo está sobria y elegantemente decorado. Salas y salones abren sus puertas sobre un “hall blanc”, completamente blanco... En este piso se ha instalado el comedor en dos amplios salones, uno de los cuales tiene sus ventanas sobre la Avenida de Mayo... El piso de gala, el primero, está destinado a bailes... ¡El club reemplaza con ventaja con este solo piso, lo que deja en la esquina de Perú y Victoria, considerado un día como irremplazable!... El parquet, claro, prolijamente lustrado, recuerda muchas salas de palacio, vistas en Europa... En el piso segundo... los billares ocupan el salón que da sobre la Avenida... En este mismo piso está la sala de lectura y la de reuniones de la Comisión Directiva, etc... En el siguiente irán los dormitorios, las salas para la reunión de socios, amigos, baños, etc... Desde la azotea, que es una hermosa terraza, se domina un espléndido panorama y en algunas noches calurosas de verano será seguramente punto predilecto de reunión de socios. En suma, un edificio que consulta las menores exigencias y que coloca al Club del Progreso a la par de nuestros más lujosos centros sociales”.  Todo estaba dispuesto para el confort y la holganza de los socios, que esta vez, si, al mejor estilo ingles, querían un club exclusivamente masculino. Desaparecieron pues, las poca socias que quedaban, resabio de otros tiempos, para volver a reaparecer en los años veinte, de mano de la raqueta y los palos de golf.

De los prometedores años 20 a la crisis del 30
En una conferencia dada el 1° de mayo de 1930 al inaugurar la nueva biblioteca del Club, Enrique García Velloso contaba a grandes rasgos su historia y después de referirse a los hechos que hemos visto, encaraba los cambios sufridos por el mundo de posguerra. Entre ellos, la invasión que han sufrido “los seculares dominios del hombre en la vida intelectual, económica y hasta política” con la participación de la mujer en todas esas áreas. En efecto, ya fuera por necesidades materiales o vocacionales, la mujer había empezado a cuestionar su inserción y participación en la sociedad, con muchas más lentitud en las clases altas y bajas que en las medias. En realidad, la mujer de clase alta había irrumpido esta vez en el mundo masculino a través del deporte, siguiendo la moda anglo-americana: era prerrogativa de toda niña que se considerara moderna jugar más o menos activamente al golf o al tenis. Por su parte, los jóvenes habían dejado para los viejos el hábito de utilizar el Club como salón de charla. “... Existe un cambio en este otro arquetipo de clubman contemporáneo –decía García Velloso- que ha trastocado la delicia del conversar arrellanado sedentariamente en una butaca por los placeres de la pedana, de la gimnasia, del golf y del tenis”.
Con el auge de los deportes al aire libre, el viejo Club volvía a quedar desactualizado como centro social. Los jóvenes lo frecuentaban cada vez menos. Fué entonces cuando don Antonio Crouzel, durante su presidencia de 1924, inició las gestiones para la creación de un campo de golf que fuera filial del Club, en los alrededores de Buenos Aires. La Comisión Directiva eligió un terreno en Ranelagh y lo compraron con las facilidades económicas de la presidencia de Alvear.
El edificio del campo de Deportes fue construido en cinco meses siendo su costo total de $400.000, financiado por la Compañía de Tierras del Sud. Nadie imaginaba en estos momentos de euforia de la entre-guerra, la crisis económica-financiera de carácter mundial que se avecinaba y cuyas consecuencias serían fatales para los países como el nuestro, casi por completo dependientes del comercio exterior. Ajena a estas preocupaciones, el día de la inauguración “la concurrencia bailó animadamente llenando el salón comedor, donde tuvo lugar más tarde el diner-dansant”. Eran los años veinte, los “locos” años de charleston, las polleras cortas y los absurdos sombreros.  París seguía siendo el centro de la moda y la meta dorada de la élite porteña, pero ya la influencia de los Estados Unidos se hacía notar a través del cine y de la música bailable. “La concurrencia – siguen relatando las actas- regresó de trenes especiales, pasada la medianoche”.
En 1924 comenzaron también las obras en el edificio lindero al Club, sobre la calle Rivadavia, comprado en 1912. Para esto se recurrió a un crédito de $290.000 acordado por el Banco “El Hogar Argentino” que años más tarde sería su verdugo. Pero por el momento al Club le quedaban aún muchos años de esplendor. Su intensa vida social se deslizaba entre torneos de golf, bailes, conferencias y celebraciones de diversa índole como la llegada de ilustres visitante, ya príncipes herederos, ya audaces aventureros como los pilotos del Plus Ultra, del Santa María o del Nungesser-Coll. Es de notar, en estos años signados por el deporte, la cantidad de socios ingleses: “doscientos nacidos en tierra de la Unión Británica y tal vez otros doscientos, hijos de compatriotas vuestros”, según afirmaba el presidente Carlos F. Melo en 1927. Al mismo tiempo percibimos una anglofilia que se traduce en exagerada admiración por todo lo británico.
El Club siguió varios años más viviendo esplendores de sofisticada elegancia que no correspondían a lo que se vivía en el resto del país durante la crisis económica del treinta. Siguiendo una práctica común a nuestra economía nacional, las deudas eran pagadas con nuevos préstamos que acarreaban más deudas. Fiestas suntuosas, torneos de golf y gastos indiscriminados, alternaban con conferencias y actos culturales: conciertos y exposiciones de pintura y escultura, etc. Nuestra élite no quería reconocer que el país ya no funcionaba con una “economía de renta” sino que era necesaria una economía de producción. La vida continuaba, o más bien pretendía continuar como antes de la crisis.
En otro orden de cosas y como dato de interés, consignamos que el 80° aniversario del Club se conmemoró con la primera exposición del Libro Argentino, que se realizó, con gran éxito, en la nueva biblioteca. Corresponde pues al Club del Progreso el honor de haber creado en nuestro país la Feria del Libro, con muchos años de anticipación a la actual.
Después de la crisis del treinta, el Club debió mudarse a la actual sede de la calle Sarmiento, que conserva el empaque señorial de la “belle epoque” porteña. Su biblioteca y su jardín, que emerge como un oasis de paz y frescura en pleno centro de la ciudad, transmiten algo del misterio romántico de principios de siglo.

En tiempos de la democracia recuperada.
En 1984, iniciado ya el camino hacia la consolidación democrática, un grupo de ciudadanos advirtió las notables coincidencias y necesidades de nuestro país con las que se esperaban después de Caseros. Como entonces era necesario superara antagonismos y diferencias en aras del “progreso moral y material” de la Argentina y para lograrlo era indispensable conciliar la clase dirigente acentuando el interés por las inquietudes comunes a todos los sectores y corrientes políticas. Buscar la unidad en la diversidad de opiniones como lo habían hecho aquellos vecinos porteños que fundaron el Club del Progreso. Este grupo, cuyos componentes procedían de todas las corrientes políticas, con o sin militancia partidaria, tenía por objetivo contribuir al afianzamiento de las instituciones y el progreso del país. Se asociaron al histórico Club  pensando que un debate político y creador debería estar inspirado en un análisis sincero de la realidad y no estar limitado a defender o atacar la acción del gobierno de turno sino tratar de clarificar situaciones y aportar soluciones. Para lograr estos objetivos comenzaron a desarrollar desde la Comisión de Cultura una intensa actividad cívico –cultural a través del llamado “Foro de la Ciudad”, inaugurado por el entonces intendente Julio Cesar Saguier. Allí, ilustres ciudadanos de distintas tendencias democráticas eran invitados a exponer sus ideas para luego ser interrogados por los asistentes, en los, pronto tradicionales almuerzos de los miércoles.
A fines de 1987, representantes de este grupo asumieron la conducción del Club, a través de la presidencia de Ricardo Busso, al que sucedieron  Guillermo Lascano Quintana y Bartolomé Tiscornia.
Entre las tareas más urgentes se comenzó el rescate de la centenaria biblioteca y se abrieron las puertas a las más sobresalientes figuras de la cultura, la política y la ciencia. Para ello se organizaron debates, seminarios, conciertos, conferencias, presentaciones de libros, exposiciones, y el ya institucionalizado almuerzo de los miércoles. Con el tiempo se fueron agregando actuaciones musicales en el jardín: desde óperas a expresiones de nuestra música popular folklórica y ciudadana, mientras proseguían los tradicionales festejos del 25 de Mayo, el 9 de Julio y fin de año.
La historia tiene vaivenes muy difíciles de imaginar. Nuestro viejo Club puede documentarlo a través de la suya propia. Empezó a funcionar con modestia en casa de un vecino mientras la austera sociedad criolla volcaba todos sus esfuerzos en lograr la reconstrucción moral y económica. A los pocos años se había logrado tanto que en 1857 la institución pudo abrir sus puertas en un palacete con dos pisos, mirador y un salón de baile todavía más grande que el de Mariquita Sánchez. Tanto prestigio tenía aquel edificio que fueron muchos los que, años después se resistían a mudarse, aunque fuera a la Avenida de Mayo. Según Gregorio Uriarte, uno de los socios que escribe en el libro de homenaje al cincuentenario del Club, los verdaderos tiempos de gloria ya habían pasado. Por más importante que fueran los clubs sociales (del Progreso, Jockey, Círculo de Armas, etc.), nunca podrían competir con los lujosísimos “petit hotel” de la enriquecida burguesía porteña. “No porque (el Club) carezca de elementos para revivirlos, sino porque la época ha cambiado. Entre otras razones, ¿qué pueden buscar en el salón de los clubs las familias que habitan regios palacios, donde les es dado seleccionar la concurrencia y ofrecerle tantos o más atractivos y confort que el que los clubs proporcionan?”  No hace falta recordar que, en el año del sesquicentenario del Club, la mayoría de las familias argentinas estamos en las antípodas de esta situación. Si por algo estamos agradecidos al Club los socios que lo frecuentamos es por proporcionarnos un lugar refinado y confortable en su austeridad, donde podemos invitar a nuestros amigos, reunirnos a charlar o hacer música y al mismo tiempo enriquecernos con los aportes de tantas personalidades del mundo de la cultura. En esta sociedad postmodernista donde se mezclan y confunden los valores, en este mundo de “aparentar” mas que de “ser” es un alivio tener un reducto en que se destaquen las antiguos valores argentinos de probidad, ética, inteligencia, solidaridad y cierta austeridad que nos recuerde cuantos compatriotas están en situaciones deficientes o desesperadas.
El Club del Progreso fue y pretende seguir siendo caja de resonancia de los debates que requiera la sociedad. Junto con la restauración de la República, ha acompañado, como institución civil, el proceso de recuperación de las prácticas democráticas, facilitando su tribuna para la discusión racional de las ideas y propuestas de todos los actores de la sociedad argentina.  Actualmente, la intención de la Comisión Directiva es que el Club siga siendo usina de ideas. Pero de ideas de progreso. Cuando se fundó en 1852, la cultura occidental estaba llegando al pico máximo de autovaloración. La fe en el poder de la Ciencia y la Técnica  Asi como en 1852 los fundadores del Club utilizaron el diario como el medio mas práctico y  moderno para darse a conocer, al fin del milenio el Club ha querido utilizar el ciberespacio para poder llegar también a los compatriotas de otras provincias o que residen fuera del país, acercándoles un sitio en Internet con foro público para opinar sobre temas políticos, culturales y sociales o denunciar actitudes de discriminación, intolerancia o falta de honestidad. De esta manera muchos compatriotas que no pueden volver podrían tener un “regreso virtual”. inspiraban confianza y optimismo. Hoy día, el Club del Progreso es, en Buenos Aires, la única institución de ese tipo que vivió el proceso que se inició con el optimismo de la época victoriana y la segunda revolución industrial para concluir en el escepticismo de la filosofía existencial y en el caos postmodernista, corolario de las guerras mundiales. Al mismo tiempo asistió activamente al perfeccionamiento de una tecnología que comenzando por el teléfono y la electricidad, llega a la era de las computadoras y todos sus derivados.
Son también objetivos del Club elaborar propuestas no partidistas sobre aquellos temas que interesan al país y a nuestra ciudad y al mismo tiempo desempeñar un rol protagónico en la promoción de líderes para nuestra sociedad, en todas las actividades del quehacer nacional. Aspiraciones y objetivos se van desarrollando con dificultad en el viejo Club, pero siempre dentro del espíritu conciliador que le imprimieron sus fundadores y con la misma ambición de lograr, a través del diálogo entre los “hombres de buena voluntad”, el progreso y la grandeza de nuestra querida Nación.

                                                             Lic. LUCÍA GÁLVEZ
                                                       Septiembre del 2001










           
           

           

           
           


           

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